Entrar en aquella habitación de hotel fue como ascender al cielo de Lisboa. El vértigo me impedía sentir el suelo bajo mis pies, y el deseo que se había ido alimentando durante la tarde me partía el pecho y se arremolinaba dentro de mi vientre. Yo anhelaba el momento de ofrecerle mi cuerpo y reconocer el suyo, pero, mientras él se adelantaba desprendiéndose del chaquetón, una mezcla de temor, emoción y desafío me tenía paralizada contra la puerta como si tratase de impedirle el paso a un visitante inoportuno.
Al acercarse intuí cierta inseguridad en sus movimientos, al fin, no éramos tan distintos; me relajé un poco, dejé caer la cazadora; él tomó mi rostro entre sus manos y me susurró algo al oído que no pude entender; luego permití que sus dedos nerviosos soltasen los botones de mi camisa, que descubriesen mis pechos, libres, más crecidos pero firmes, y se sorprendiese de la curva que había tomado mi vientre, de la redondez de mis caderas. Algo había cambiado y algo me decía que comprobarlo le resultaba agradable. Me bajó los vaqueros con rapidez al tiempo que rozaba mi pubis con sus labios. Quise acercarlo y retenerlo contra mí pero me contuve, aplazando e incrementando el deseo. Besó mis labios por un instante al incorporarse, y dudó al acariciar mis pechos. Sonreí con satisfacción, mis pezones sensibles apenas soportan el contacto, y se acordaba. Le rodeé con mis brazos, y unos pasos de baile inventados nos depositaron sobre la cama.
Rostro contra rostro, la mirada cíclope y la sonrisa de pez.
Enseguida volaron su camisa, sus pantalones... nuestros cuerpos se reconocían desnudos y primerizos. Recorrí con mis labios todos sus huecos, inspirando despacio para adueñarme de su olor, necesitaba aprendérmelo al completo, impregnarme de él, empezando por lo más etéreo y superficial. Él se abandonó por unos momentos, luego me volteó, ágil, para emprender su exploración, el peine de los dedos perdiéndose entre mi pelo, su boca en la mía, bajando, demorándose en el vientre para continuar con un soplo de caricia hasta los pies y ascender de nuevo, tan lentamente, que las paredes de mi vagina aleteaban ansiosas por salir a recibirlo. Me lamió por fuera, en la humedad interior, hasta que no pude resistir el vacío de las convulsiones cercanas y lo atraje hacia arriba, hacia mi, hacia dentro, su cuerpo acoplado al mío, moviéndose muy despacio prolongando el placer, hasta que lo aferré con manos tensas por las caderas para que llegase hasta lo más hondo, a la pared en que se juntan dolor y gozo, y me inundase al fin con su líquido tibio y sanador.
Así, sudorosa y húmeda, con la caricia de su mirada y de sus adivinados pensamientos, me quedé medio dormida, callada, inmóvil, en un ansia infantil por detener el tiempo. Entonces, su aliento cosquilleó en mi oreja y me susurró de nuevo al oído algo que ahora sí entendí:
"Las calles estaban mojadas y yo estaba dentro"
Era el texto de la vieja postal que nos había reunido en Lisboa.
Y que nos permite mantenernos fieles a la promesa.