19 ene 2005

Primera prueba (para s.m.l.)

No suelo preparar las cosas con mucha antelación. Entre la idea y el hecho es cierto que hay un camino por recorrer, por pensar, por pronunciar; pero un impulso atávico me lleva a borrarlo de la memoria en el mismo momento en que cobra forma el pensamiento. El que esté encerrado en mi cabeza no supone que ya esté a salvo. Toda protección es necesaria. De ahí que cuando quiero que algo salga bien lo tengo muy calladita y muy dentro de modo que ni yo misma soy consciente del todo de lo que me propongo. Y puede parecer que todo lo deje a la improvisación. Puede parecer.

Como que la cita se estableciese una tarde, en Lisboa, en un lugar no del todo definido. Así de claro era el plan. La primera prueba era, sencillamente, encontrarnos en una ciudad tan extensa y diversa. No fue pensada como prueba, pero la casualidad de compartir una misma libreta de direcciones nos llevó a un reencuentro aparentemente extravagante. Unos mensajes rápidos y pensados en el aire nos obligaron a descifrar en el recuerdo para extraer la vieja postal en blanco y negro, con el puente 25 de abril al fondo como referencia.

Porque, para que la promesa de envejecer juntos se mantuviese viva, mucho tiempo después ambos deberíamos pensar en lo mismo.

De modo que, la tarde del sábado, por caminos diferentes, los dos nos dirigíamos a uno de los muelles de Lisboa. Yo caminaba nerviosa, me había vestido con un vaquero bastante usado en el que me sentía cómoda, una camisa blanca que siempre me da claridad a la cara y mi cazadora negra, con muchos bolsillos, que me evita el bolso y me permite un sitio en el que enfundar las manos. El pelo suelto y todavía algo húmedo, un poco de carmín en los labios y apenas una raya negra en el ojo. Me preguntaba cómo aparecería él. Cómo se iría definiendo su figura. Varias personas se acercaban a lo lejos. Mi corazón empezó a palpitar más rápido y un leve calor subió a mis mejillas, algo me daba a entender que estaba allí, pero dónde, tanto había cambiado que no podía distinguirlo, a distancia, de los demás? De pronto, un aire fresco me llegó desde el agua, me giré, y en el extremo del muelle un familiar chaquetón marinero se volvía y dejaba ver un rostro alargado, con una sonrisa amplia enmarcada en las patillas del mismísimo long john silver. Mis piernas empezaron a flaquear y me desplomaría irremediablemente si, con un movimiento ágil, unas manos no corriesen a sostenerme al tiempo que me abrazaban el talle. Entonces, por mi espina dorsal subieron miles de hormigas que se adueñaron de mi cabeza, y mi rostro se encendió de tal manera que alumbraría de ser noche. Las mismas manos largas y huesudas se hundieron en mi pelo acercando mi cabeza a su pecho, hueso contra hueso, levanté los ojos para mirarnos de cerca y contarnos las arrugas para ver cuánto habíamos sido fieles a nuestra promesa.

Es cierto que no del todo, pero una promesa no justifica sacrificar la sonrisa, siempre bella y más aún entre las líneas del gesto.

Y así, riéndonos y abrazados, nos decidimos a pasear la tarde por las callejuelas de Alfama, teníamos que revivir muchos años concentrados tan sólo en unas pocas horas antes de irnos al hotel. Era necesario, porque el reconocimiento tenía que ser completo. Y no se trataba de contarnos nuestras vidas por separado sinó de sumergirnos en un viaje interior recorriendo la geografía de los bares y charlando con sus personajes como si cada vez visitásemos un país diferente.

Lo logramos con una complicidad maravillosa.


(to be continued)